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¡TOMA CASTAÑA! En honor a Luisa María

Actualizado: 14 ago 2019

Bea iba caminando por la calle justo después de salir de la iglesia. Había sido una misa larga y con mucha gente. Al parecer el padre nuevo que llegó directo de Canadá despertó más que interés en varios de los feligreses. Mujeres y hombres vestidos de punta en blanco y pendientes de la homilía, sonrientes y asentando a cada oración que decía el padre Charlie.


Para Bea era una misa como cualquier otra. Un domingo más cumpliendo con El Señor, rezando por las almas descarriladas de su familia y por la salud de todos. Fue con un blue jean roto en la rodilla, camisita de chifón blanca y cardigan rosado bebé. Se puso los zapatos que le regaló su tía y salió.


Durante toda la misa Bea sintió movimientos inusuales en sus entrañas. Se acomodaba en la silla para hacerlos desaparecer, pero cada cierto tiempo volvían recargados con más intensidad. Intentaba distraerse con el salmo responsorial o con el pelo de la señora de enfrente con mechas de todos los tonos de amarillo posibles. Contaba los colores, imaginaba cuánto habría pagado la señora por el servicio y se debatía si realmente eso era lo que quería lograr. Nada la distraía por completo.


Después del “pueden ir en paz” agarró su cartera e intentó salir rápido sin saludar a nadie. Corrió por el pasillo lateral de la iglesia y justo antes de salir se tropezó con el grupo de amigas de su abuela. “Mi amor, qué bella estás”, “¿cómo está tu abuelita?, mándale besos”, “Gorda tú que sabes de estas cosas, ¿me puedes enseñar cómo llamo a mi hijo por video?”. Bea sudaba frío mientras respondía una por una las preguntas y peticiones de las señoras. Mientras tanto, los retorcijones se hacían más fuertes y los dolores en el vientre bajo se convertían en agujas punzantes.


Su edificio y la iglesia estaban a una subida medianamente pronuncia de distancia y para hacer ejercicio ese día decidió caminar. Por fin logró salir y corrió a la calle. Corrió hasta que sus habilidades físicas se lo permitieron. Tomó aire y siguió caminando tan rápido como podía. Lo que no recordaba, por tener tiempo sin hacer ejercicio, era que mientras más movimientos bruscos, mayores los movimientos gástricos.


Las puntadas la obligaron a parar de nuevo. Necesitaba tirarse un peo. Miró hacia atrás para chequear si había moros en la costa y disparó. Se sintió aliviada y gritó ¡toma castaña!, un viejo dicho que le enseñó su abuela para cuando descargara.


Siguió su camino mientras disparaba. ¡Toma castaña! ¡toma castaña! ¡toma castaña! Decía con una sonrisa en la cara. Cada vez se sentía mejor y su urgencia por ir al baño iba disminuyendo. Entonces, sintió un ruido atrás. Volteó rápidamente mientras sus pulsaciones cardíacas subían y rezaba que fuera un perro.


Era un hombre. El que se sienta en el tercer asiento a mano derecha todos los domingos. “¡Señor Enrique!” gritó Bea nerviosa, “¿cuánto tiempo tiene aquí?”, “desde la primera castaña, mi niña”.


Inspirado en el chiste, "toma castaña de la Señora Luisa"


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